Pueblo Joven II (portada) |
I. en una nube de pelos blancos
bajo el sol rojo de la madrugada mi amiga se cobija y cae directamente en el
sueño, al otro lado del mundo, un buey muere en un campo de batalla que no es
el suyo, nunca hubo concierto ni rave,
nunca frenéticos jóvenes alucinados vinieron salpicando gotas de sudor
corrosivo y naranja ni tomaron su autobús para llegar ni se perdieron para
volver a encontrarse, no hay palabras que la despierten, al menos en esta boca,
hay patatas, tomates y lechuga fresca en la nevera, hay latas de atún, huevos y
champiñones en el armario, hongos que crecen en las paredes como palabras de
muerto o promesas, lagartijas que han sobrevivido al desierto pero que no
sobrevivirán a mi sartén, pienso en mi adolescencia como en un hueso seco, un
hombre partido por la mitad yace en una avenida en dirección a las playas del
sur, antes de perderlo todo maldijo su suerte y la de su asesino, un poeta
ambulante declama frente a sus entrañas una canción que asegura él mismo
compuso, con el permiso de todos los presentes, del señor fiscal, del señor
agregado y del señor cónsul de un imperio destruido, para ocasiones precisamente
como éstas, yo mismo lo escribí YO con estas manos y esta cabeza, y dice así: “el viento refrescaba nuestros
rostros pero nuestros corazones ardían en silencio, no había bebida capaz de
serenarlos, libamos para darnos valor, mientras esperábamos que el sol
despertara nuestros corazones, con los primeros rayos de la mañana saltaríamos
a la orilla como una invasión de canguros, las mujeres acometían con lo suyo,
remaban para ahorrar nuestras fuerzas y no lo hacían nada mal, sobre el río,
nos deslizábamos discretamente, como en casa el agua se abría a nuestro paso,
nos dejaba entrar, sentarnos a la mesa, departir con los anfitriones que éramos
nosotros mismos, era la primera vez que llegaba tan lejos, y como yo todos,
alucinado sonreía como niño para mis adentros, ¿cómo era posible tanta calma acá? vi árboles enormes mecerse
como campos de trigo, aves nocturnas resplandecer como rayos y centellas,
reptiles alados jugando a ser pterodáctilos, surcando el cielo como pequeñas
aves migratorias, vi peces fluorescentes sumergirse aún más adentro, nuestros
esclavos lanzarse en pos de su caza, aletear, patalear duro, cada vez más al
fondo hasta que el río negro finalmente los tragó, vi anacondas abrazando
bufeos, estrellas de río, llenas de ampollas, medusas flotando como mujeres
desnudas, renos narigudos que olfateaban nuestro miedo, pero ni una alma, el
espíritu del río se levantó y nos acarició con sus cabellos de oro, en la mano
derecha la espada del Rey Artus, en la otra nada, la suerte está de nuestro lado
–dijo Pedro de Candía, pero Pizarro se adelantó, entre nuestro silencio y los
primeros despuntes del alba trazó una línea en el río, ¡recórcholis! –dijo,
–por este lado se va a lo
conocido, por este otro a lo que no conoce nadie, el que me quiera seguir que
lo haga, no había otro
lugar a donde ir de todos modos, y permanecimos con él como perros fieles, y
como perros fieles saltamos de la barca, rabiosos de espuma en la boca
tropezamos, caímos de bruces, de espalda, de poto, una y otra vez hasta que el
último de los nuestros llegó a la orilla, era como intentar reunirnos en la
niebla espesa, mientras nuestro dueño malputeaba nuestras madres, a tientas
luchamos contra el aire, contra fantasmas imaginarios, contra el chico gordo de
la clase que la radiación hizo gigante y que, con toda su energía fluorescente,
golpea a los más débiles, estábamos ahí TODOS pero ninguno tuvo el valor de
decirle que no, nos reagrupamos, éramos el más bello ejército que conocíamos e
hicimos lo que teníamos que hacer, fue nuestra primera batalla y nuestra
primera victoria…” mi corazón se hizo un puño que le golpeó la cara, no le
permití acabar, se atragantó con su sangre y sus dientes, con el humo negro de
los coches que no se detuvieron ante él ni ante el difunto, en esta misma
avenida, a mis quince años, vine a pararme a esperar el auto que nunca se
detuvo, las luces corrían como estrellas, el ruido de los motores era mi rumor
del mar, el claxon de los vehículos el canto de mis aves, sentado en un banco
tenía todo el aire contaminado para mí, Omar Caurino cantaba antes de morir
canciones de Joy Division, lo recuerdo cargando una mochila negra en la que
guardaba las Poesías Completamente Apolilladas de Rimbaud, los Textos
Íntegramente Amarillentos de Charles Baudelaire: –¿puedes? ¿puedes entender lo que trasmite esta música? –no, mi amigo muerto, no puedo entender cómo
el cáncer hizo de tu cuerpo una pústula, el mismo año que Ian Curtis
colgaba del techo, mi amigo Omar Caurino moría de un cáncer bomba, estalló, se
llevó a un puñado de soldados israelíes consigo, Illyl y Shirel, entre ellos,
mis amigas de cabellos largos y oscuros como los caminos de un bosque que
recién se pisa, cumplían servicio militar obligatorio, en un control de
frontera, y en sus ratos libres tocaban desnudas la armónica frente a sus demás
compañeros, he visto las fotos tomadas por el cabo, había humo, alcohol y
carcajadas que podían oírse a través de sus dentaduras inmóviles en una
habitación llena de municiones y armas, nos conocimos en las aulas plomas de
una universidad parisina, sabíamos un puñado de palabras en francés y, armados
de nuestras bromas, salíamos a tomar cerveza bajo el cielo húmedo de Montparnasse,
una noche les prometí que cruzaríamos juntos el desierto hasta encontrar,
detrás del bosque y los peñascos, la playa, levantaríamos nuestra carpa y nos
sentaríamos a esperar el diluvio, el sol se encargaría de dorar nuestros
cuerpos y el mar de proveernos de alimento y sal, ellas cumplieron la promesa y
se fueron, se largaron de un momento a otro, un mensaje en el móvil fue todo lo
que me dejaron, recostado en mi cama, al otro lado del bosque, mi gata se
revuelca sobre mi pecho, ronronea y, a cabezazos, me hace recordar que mi mano
no debe estar más que en su espalda, los caballos relinchan en la mañana fría,
danzan apoyados en sus dos patas traseras y agitan sus barrigas llenas de
hierba, de sus fosas nasales sale humo y sus ojos son dos enanas blancas, los
caballos son grises y peludos, corren por la estepa húngara y hacen temblar la
tierra, cada cierto tiempo me levanto a detener el reloj que quiere
despertarme, es decir, cada cinco minutos, mi mano busca a tientas ese pequeño
animal negro, esta mañana o medio día, da igual, antes de ir al trabajo o no,
transcribí lo que mi mente no recordaba… epílogo: lo que no se escuchó del
texto del mendigo o poeta ambulante que aprovechó una muerte para leer su poema
…el primer poblado que encontramos era un puñado de cabañas agrupadas al
rededor de una fogata extinta, no eran indios ni cristianos, pero tenían dos
brazos y dos piernas y caminaban erguidos como nosotros, saltamos sobre ellos
como canguros, pisoteamos sus casuchas, sus niños, sus vientres, sus cabezas,
nuestras dagas se introdujeron en sus cuerpos como en sacos de patatas, no les
dimos tiempo a reaccionar, sólo el necesario para comprender que esa mañana
morirían, ¡alalau! nuestras armas apagaron sus gritos, mujeres abrazadas
de sus niños fueron atravesadas por nuestras lanzas, los ancianos esperaron la
muerte en sus mecedoras, les cortamos las cabelleras, los dedos, les arrancamos
los ojos, luego eyaculamos dentro de las jóvenes antes de abrirles el pescuezo,
los hombres que no nos hicieron frente fueron ejecutados detrás de la colina,
lo entregamos todo a la destrucción, no dejamos piedra sobre piedra, madera
sobre madera, cuerpo sobre cuerpo, olla que pareciese olla, silla, mesa, sillón
entero, cuerpo con entrañas, brazo con mano, burro o caballo con vida, gallina,
gallo, cerdo, cuy, nada que se pareciese a algo, al medio día habíamos acabado
e intentamos dormir la siesta, en medio del olor a sangre seca o en proceso
nuestros ronquidos se fueron apagando, mientras las mujeres limpiaban con escobas,
la sangre siguió su camino, los muñones de cabellos que flotaban, los dientes y
las uñas, con el río llevarían nuestro mensaje a quien lo quisiese leer,
entonces Pizarro tuvo un sueño que nos relató cuando venció la vergüenza,
éramos lo más parecido a una familia que tenía en este continente o lo que
quedaba de él, que era más, que siempre fue más de lo que queda ahora, era de
noche y habíamos encendido una gran fogata con todo lo que se podía quemar: –había
cuervos y mandriles –dijo, –y
se atacaban y una manada de búfalos levantaba una tormenta de polvo en el
horizonte, pero no venían hacia nosotros, huían o parecían huir y como ellos
todos los seres vivos migraban, había seres extraños de las más diversas
formas, unos caminaban en dos patas, en cuatro, en cinco, en tres, no miraban a
ningún lado, huían simplemente, seguían la zanahoria que tenían frente a las
narices, a paso rápido no corriendo, tenían claro su destino y su fin, y yo los
envidiaba, pero cerca, a mis pies, en mis narices la batalla seguía su rumbo,
los mandriles se comían a los cuervos, los cuervos se comían a los mandriles,
uno tras otro luchaban y era lo que acontecía, yo sentía piedad, pero no sabría
decir por cuál de los dos bandos ¿quién sabe lo que esto significa? a la
mañana siguiente, recogimos nuestras bolsas, volvimos a llenar las mochilas con
nuestras pertenencias, nuestras cantimploras con agua y vino, estábamos todos,
aún estábamos todos
© Luis M. Hermoza
Lima, 2013Puede ser aún encontrado en Lima en:
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