sábado, 15 de febrero de 2014

Pueblo Joven II [Luis M. Hermoza]

Pueblo Joven II (portada)

I. en una nube de pelos blancos bajo el sol rojo de la madrugada mi amiga se cobija y cae directamente en el sueño, al otro lado del mundo, un buey muere en un campo de batalla que no es el suyo, nunca hubo concierto ni rave, nunca frenéticos jóvenes alucinados vinieron salpicando gotas de sudor corrosivo y naranja ni tomaron su autobús para llegar ni se perdieron para volver a encontrarse, no hay palabras que la despierten, al menos en esta boca, hay patatas, tomates y lechuga fresca en la nevera, hay latas de atún, huevos y champiñones en el armario, hongos que crecen en las paredes como palabras de muerto o promesas, lagartijas que han sobrevivido al desierto pero que no sobrevivirán a mi sartén, pienso en mi adolescencia como en un hueso seco, un hombre partido por la mitad yace en una avenida en dirección a las playas del sur, antes de perderlo todo maldijo su suerte y la de su asesino, un poeta ambulante declama frente a sus entrañas una canción que asegura él mismo compuso, con el permiso de todos los presentes, del señor fiscal, del señor agregado y del señor cónsul de un imperio destruido, para ocasiones precisamente como éstas, yo mismo lo escribí YO con estas manos y esta cabeza, y dice así: “el viento refrescaba nuestros rostros pero nuestros corazones ardían en silencio, no había bebida capaz de serenarlos, libamos para darnos valor, mientras esperábamos que el sol despertara nuestros corazones, con los primeros rayos de la mañana saltaríamos a la orilla como una invasión de canguros, las mujeres acometían con lo suyo, remaban para ahorrar nuestras fuerzas y no lo hacían nada mal, sobre el río, nos deslizábamos discretamente, como en casa el agua se abría a nuestro paso, nos dejaba entrar, sentarnos a la mesa, departir con los anfitriones que éramos nosotros mismos, era la primera vez que llegaba tan lejos, y como yo todos, alucinado sonreía como niño para mis adentros, ¿cómo era posible tanta calma acá? vi árboles enormes mecerse como campos de trigo, aves nocturnas resplandecer como rayos y centellas, reptiles alados jugando a ser pterodáctilos, surcando el cielo como pequeñas aves migratorias, vi peces fluorescentes sumergirse aún más adentro, nuestros esclavos lanzarse en pos de su caza, aletear, patalear duro, cada vez más al fondo hasta que el río negro finalmente los tragó, vi anacondas abrazando bufeos, estrellas de río, llenas de ampollas, medusas flotando como mujeres desnudas, renos narigudos que olfateaban nuestro miedo, pero ni una alma, el espíritu del río se levantó y nos acarició con sus cabellos de oro, en la mano derecha la espada del Rey Artus, en la otra nada, la suerte está de nuestro lado –dijo Pedro de Candía, pero Pizarro se adelantó, entre nuestro silencio y los primeros despuntes del alba trazó una línea en el río, ¡recórcholis! –dijo, –por este lado se va a lo conocido, por este otro a lo que no conoce nadie, el que me quiera seguir que lo haga, no había otro lugar a donde ir de todos modos, y permanecimos con él como perros fieles, y como perros fieles saltamos de la barca, rabiosos de espuma en la boca tropezamos, caímos de bruces, de espalda, de poto, una y otra vez hasta que el último de los nuestros llegó a la orilla, era como intentar reunirnos en la niebla espesa, mientras nuestro dueño malputeaba nuestras madres, a tientas luchamos contra el aire, contra fantasmas imaginarios, contra el chico gordo de la clase que la radiación hizo gigante y que, con toda su energía fluorescente, golpea a los más débiles, estábamos ahí TODOS pero ninguno tuvo el valor de decirle que no, nos reagrupamos, éramos el más bello ejército que conocíamos e hicimos lo que teníamos que hacer, fue nuestra primera batalla y nuestra primera victoria…” mi corazón se hizo un puño que le golpeó la cara, no le permití acabar, se atragantó con su sangre y sus dientes, con el humo negro de los coches que no se detuvieron ante él ni ante el difunto, en esta misma avenida, a mis quince años, vine a pararme a esperar el auto que nunca se detuvo, las luces corrían como estrellas, el ruido de los motores era mi rumor del mar, el claxon de los vehículos el canto de mis aves, sentado en un banco tenía todo el aire contaminado para mí, Omar Caurino cantaba antes de morir canciones de Joy Division, lo recuerdo cargando una mochila negra en la que guardaba las Poesías Completamente Apolilladas de Rimbaud, los Textos Íntegramente Amarillentos de Charles Baudelaire: –¿puedes? ¿puedes entender lo que trasmite esta música? –no, mi amigo muerto, no puedo entender cómo el cáncer hizo de tu cuerpo una pústula, el mismo año que Ian Curtis colgaba del techo, mi amigo Omar Caurino moría de un cáncer bomba, estalló, se llevó a un puñado de soldados israelíes consigo, Illyl y Shirel, entre ellos, mis amigas de cabellos largos y oscuros como los caminos de un bosque que recién se pisa, cumplían servicio militar obligatorio, en un control de frontera, y en sus ratos libres tocaban desnudas la armónica frente a sus demás compañeros, he visto las fotos tomadas por el cabo, había humo, alcohol y carcajadas que podían oírse a través de sus dentaduras inmóviles en una habitación llena de municiones y armas, nos conocimos en las aulas plomas de una universidad parisina, sabíamos un puñado de palabras en francés y, armados de nuestras bromas, salíamos a tomar cerveza bajo el cielo húmedo de Montparnasse, una noche les prometí que cruzaríamos juntos el desierto hasta encontrar, detrás del bosque y los peñascos, la playa, levantaríamos nuestra carpa y nos sentaríamos a esperar el diluvio, el sol se encargaría de dorar nuestros cuerpos y el mar de proveernos de alimento y sal, ellas cumplieron la promesa y se fueron, se largaron de un momento a otro, un mensaje en el móvil fue todo lo que me dejaron, recostado en mi cama, al otro lado del bosque, mi gata se revuelca sobre mi pecho, ronronea y, a cabezazos, me hace recordar que mi mano no debe estar más que en su espalda, los caballos relinchan en la mañana fría, danzan apoyados en sus dos patas traseras y agitan sus barrigas llenas de hierba, de sus fosas nasales sale humo y sus ojos son dos enanas blancas, los caballos son grises y peludos, corren por la estepa húngara y hacen temblar la tierra, cada cierto tiempo me levanto a detener el reloj que quiere despertarme, es decir, cada cinco minutos, mi mano busca a tientas ese pequeño animal negro, esta mañana o medio día, da igual, antes de ir al trabajo o no, transcribí lo que mi mente no recordaba… epílogo: lo que no se escuchó del texto del mendigo o poeta ambulante que aprovechó una muerte para leer su poema …el primer poblado que encontramos era un puñado de cabañas agrupadas al rededor de una fogata extinta, no eran indios ni cristianos, pero tenían dos brazos y dos piernas y caminaban erguidos como nosotros, saltamos sobre ellos como canguros, pisoteamos sus casuchas, sus niños, sus vientres, sus cabezas, nuestras dagas se introdujeron en sus cuerpos como en sacos de patatas, no les dimos tiempo a reaccionar, sólo el necesario para comprender que esa mañana morirían, ¡alalau! nuestras armas apagaron sus gritos, mujeres abrazadas de sus niños fueron atravesadas por nuestras lanzas, los ancianos esperaron la muerte en sus mecedoras, les cortamos las cabelleras, los dedos, les arrancamos los ojos, luego eyaculamos dentro de las jóvenes antes de abrirles el pescuezo, los hombres que no nos hicieron frente fueron ejecutados detrás de la colina, lo entregamos todo a la destrucción, no dejamos piedra sobre piedra, madera sobre madera, cuerpo sobre cuerpo, olla que pareciese olla, silla, mesa, sillón entero, cuerpo con entrañas, brazo con mano, burro o caballo con vida, gallina, gallo, cerdo, cuy, nada que se pareciese a algo, al medio día habíamos acabado e intentamos dormir la siesta, en medio del olor a sangre seca o en proceso nuestros ronquidos se fueron apagando, mientras las mujeres limpiaban con escobas, la sangre siguió su camino, los muñones de cabellos que flotaban, los dientes y las uñas, con el río llevarían nuestro mensaje a quien lo quisiese leer, entonces Pizarro tuvo un sueño que nos relató cuando venció la vergüenza, éramos lo más parecido a una familia que tenía en este continente o lo que quedaba de él, que era más, que siempre fue más de lo que queda ahora, era de noche y habíamos encendido una gran fogata con todo lo que se podía quemar: –había cuervos y mandriles –dijo, –y se atacaban y una manada de búfalos levantaba una tormenta de polvo en el horizonte, pero no venían hacia nosotros, huían o parecían huir y como ellos todos los seres vivos migraban, había seres extraños de las más diversas formas, unos caminaban en dos patas, en cuatro, en cinco, en tres, no miraban a ningún lado, huían simplemente, seguían la zanahoria que tenían frente a las narices, a paso rápido no corriendo, tenían claro su destino y su fin, y yo los envidiaba, pero cerca, a mis pies, en mis narices la batalla seguía su rumbo, los mandriles se comían a los cuervos, los cuervos se comían a los mandriles, uno tras otro luchaban y era lo que acontecía, yo sentía piedad, pero no sabría decir por cuál de los dos bandos ¿quién sabe lo que esto significa? a la mañana siguiente, recogimos nuestras bolsas, volvimos a llenar las mochilas con nuestras pertenencias, nuestras cantimploras con agua y vino, estábamos todos, aún estábamos todos 


Pueblo Joven II (interiores)


Pueblo Joven II
© Luis M. Hermoza
Lima, 2013

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